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Los delfines son demasiado inteligentes para ir a la guerra por voluntad propia, por eso el Tío Sam los recluta a la fuerza. Estados Unidos los ha desplegado contra Sadam Hussein. En las templadas aguas del Golfo Pérsico, los delfines vigilan el puerto de Um Qsar. Provistos de cámaras, están adiestrados para detectar minas, atacar a los buceadores enemigos y evitar sabotajes. No son unos novatos. La Unidad de Mamíferos Marinos acumula cuatro décadas en su hoja de servicios. Su historial es uno de los más rocambolescos de la Guerra Fría.
El Pentágono obliga a los delfines a hacer la mili desde 1959. Primero en secreto. Más tarde, en los años setenta, la existencia de esta unidad naval formada por 160 peces entrenados para matar fue desclasificada. Se sabe que durante la guerra de Vietnam los delfines patrullaron la bahía de Cam Rahn. Y en 1987 sirvieron de escolta a los petroleros durante la guerra Irán-Irak. Participan en maniobras de la OTAN. Incluso han aprendido a saludar a sus superiores con un brinco y una pirueta más juguetona que marcial.
¿Por qué alistar a estos pacíficos seres? Porque, vistos con ojos de almirante, son pequeños submarinos de bolsillo: una velocidad de crucero de cinco nudos por hora, que puede llegar a los 20 nudos en combate; una autonomía de cientos de millas y un consumo de combustible de siete kilos de sardinas por día, el diesel de los mares. Además, el sonar biológico que permite al delfín no perderse nunca deja en mantillas a los modernos radares. Los delfines son capaces de distinguir, por la densidad del metal, la nacionalidad de un submarino. Pueden ser transportados en helicóptero a territorio hostil y no se desorientan. Son insustituibles a la hora de recuperar material electrónico muy sofisticado después de una prueba de lanzamientos de misiles o torpedos. Ellos lo hacen jugando, pero para los militares no es un juego recobrar las carísimas piezas del sistema de guiado de los proyectiles balísticos. Un delfín las detecta aunque estén enterradas en un lencho de fango de metro y medio de espesor. Y se las lleva a su amo como un perrillo fiel. Tal es su eficacia que fueron entrenados para localizar bombas atómicas extraviadas después del incidente de Palomares, cuando un bombardero chocó con un avión cisterna mientras repostaba en vuelo y dejó caer cuatro bombas en la costa de Almería. Un accidente similar, en Puerto Rico, demostró que los delfines encuentran cabezas atómicas y lo que les echen.
Fue la Guerra Fría y la carrera armamentística lo que hizo más apetecibles las prestaciones del delfín. Con el despliegue de los misiles Polaris, que pueden ser lanzados desde submarinos nucleares, la US Navy puso énfasis en la defensa de sus sumergibles. Los delfines (en especial los de nariz de botella y los beluga) fueron reclutados para proporcionar un cinturón adicional de seguridad. La Unidad de Mamíferos Marinos estableció su cuartel general en San Diego (California), con otras bases en Florida y Hawai. Los soviéticos crearon una unidad similar en 1966 y la ubicaron en el puerto de Sebastopol (Crimea) para dar protección a la Flota del Mar Negro. También morsas, leones marinos y cetáceos han jurado bandera.
En 1991 los delfines fueron desplegados por la Marina norteamericana para proteger de sabotajes a los submarinos Trident. Pero sufrían tanto estrés que enflaquecían a ojos vista y morían, desquiciados. Una coalición de protectoras de animales se querelló contra el Pentágono. En la denuncia hablaban de malos tratos: los peces recíban palos, puñetazos y pasaban hambre, como reclutas intimidados por un sargento de hierro. El programa fue cancelado. Pero los delfines siguieron su carrera militar. Fueron adiestrados en la “anulación de nadadores”, un eufemismo para designar la lucha cuerpo a cuerpo contra buceadores. Incluso se les diseñó un arma de defensa personal, una especie de bayoneta adosada al morro, que inyecta una burbuja de aire comprimido en el contrincante y le ocasiona una embolia.
La captura de delfines está restringida por una ley de 1972, con una excepción: la Armada norteamericana tiene permiso para capturar 25 delfines cada año porque los considera imprescindibles “para la defensa nacional”. La administración Bush quiere ahora restringir aún más la normativa. El derecho internacional prohíbe el acoso, la caza y captura de delfines, salvo con propósitos científicos muy limitados. Pero el Pentágono pretende descafeinar el término “acoso”, con el propósito de “salvar vidas humanas en combate”.
Los grupos ecologistas acusan a George W. Bush de sacar ventaja de una situación de guerra. Y han denunciado que la reciente muerte de 22 delfines en la Costa Azul puede estar relacionada con un empeoramiento de las condiciones de vida de los delfines militarizados. Un experto británico, Leo Sheridan, sospecha que los animales han participado en el bloqueo naval contra Irak desde que se decretó el embargo contra el régimen de Sadam. Los 22 delfines muertos en Francia podrían ser “desertores”. Según Sheridan, fueron ejecutados. “Los delfines llevan unos collares con electrodos que transmiten una señal de estrés si ven a un submarinista. La comunicación es de doble sentido: desde el barco nodriza se les puede estimular para que ataquen a buzos y los fuercen a sumergirse a cotas peligrosas. El collar estalla por control remoto gracias a una pequeña carga explosiva, si los delfines no llegan a su destino. Así se evitan miradas indiscretas. Pues bien, todos los cadáveres presentaban un agujero en el cuello del tamaño de un puño”. Sea o no cierto, de lo que no hay duda es del fin que espera a estos animales cuando pasan a la reserva: los que tienen suerte, acaban en acuarios para la diversión del público; y los que no, en la mesa de disección donde los científicos siguen tratando de desentrañar el enigma de su inteligencia.