Recientemente acudí a una de esas grandes superficies que existen en la periferia de nuestra ciudad para comprar algunos de sus productos con motivo del inicio del curso escolar.
En este caso se trataba de una conocidísima cadena francesa de distribución de material deportivo dedicada a la venta al por menor a través de su red de hipermercados que tiene repartidos por todo el mundo, y que usa a gala llamarse con el nombre de una de las más conocidas disciplinas del deporte olímpico.
Lo cierto es que tras recorrer sus pasillos, no pude evitar sentir nostalgia de aquella pequeña tienda de deportes que cerró hace varios años en mi barrio, donde su dueño y su único dependiente me llamaban por mi nombre de pila y esbozaban una franca sonrisa cada vez que atravesaba el umbral de su establecimiento. No en vano, allí es donde mis padres compraron mi primer balón de reglamento que me regalaron el día de los Reyes Magos.
Ahora, sin embargo, al salir el cliente, se le hace pasar por un arco de seguridad sin avisar, desconfiando de sus nobles intenciones, dándole el alto con alarmas y en público, pidiéndole que muestre lo que lleva en la bolsa y que minutos antes ha pagado en caja, todo bajo la escrutantes miradas de dos vigilantes de seguridad, como si de un hurto se tratara.
El hecho pasaría inadvertido si fuera un incidente aislado, pero por desgracia el episodio se repite cada tantos minutos, sin que nadie parezca alterarse por lo sucedido, y con la obediente y tranquila actitud de los clientes, que llevados tal vez por su afán consumista, parecen como sedados. ¡Qué lejos queda el buen trato al cliente¡.
¿Merece el pueblo de Málaga ser tratado de forma tan denigrante e irrespetuosa por una multinacional extranjera?